La cocina venezolana se las trae
Todo comenzó en nuestro grupo de whatsapp, hablando sobre la cocina como el lugar por excelencia donde se reune la familia, donde los lazos familiares se aprietan, donde todos los chismes comienzan, las discusiones se acaloran, y se resuelven las disputas. Decidimos compartir historias cultivadas al calor de la hornilla, matizadas con los olores del almuerzo que casi está listo, del café humeante y el burbujeo de la olla.
Creo que poco se ha escrito sobre este lugar de encuentro de nuestras familias. Parece ser un secreto que todo el mundo sabe pero nadie menciona: las familias de verdad, aquéllas que de verdad son familias, se reunen en la cocina. “La cosa es en la cocina”, es un afirmación común, porque ahí es donde se siente el calor y el alma de la casa: en Venezuela, la sala está desierta. De hecho, quedarse en la sala es una especie de castigo, relegado con “la visita”, con los que todavía no están en confianza, los que todavía no han sido asimilados. “La visita” mira con recelo su soledad y oye la charla monótona de la sala, mientras que en la cocina la cháchara y el chismorreo va en crescendo hasta llegar a algarabía, con gritos y carcajadas, murmullos y frases ininteligibles. Aquéllo a rato parece la narración de una carrera de caballos, seguido por gritos de triunfo o fracaso, como si de verdad la televisión estuviera encendida, pero es en realidad la celebración porque el chamo que nunca estudia pasó matemática, o porque la que nunca se empata consiguió novio, o porque al otro lo botó la novia. “¡Eso no fue así!” grita y sale enfurecido de la cocina, para regresar a los segundos, sin intención alguna de perderse el chisme, y reirse por igual junto con todos, a pesar de que es de él de quien todos se ríen.
La cacofonía se detiene de golpe solamente cuando se oye la puerta de la casa, y todos “¿quién llego? ¿quién llego? ¿quién llego?”, para estallar nuevamente en gritos y vítores como si alguien regresara del extranjero millonario y reconocido con el premio Nóbel o el Óscar. Pero no, nada de eso, es la tía de siempre, la más popular, la de las ocurrencias inverosímiles, que viene con las pilas bien cargadas y con toda la intención de insuflarle energía adicional al alboroto, como si eso fuera posible.
– ¿Cómo te ha ido, chica? – pregunta Yineska a la recien llegada, como si tuvieran años sin verse, cuando en realidad se vieron el mes pasado. Pero antes de que la tía pueda contestar, Yineska se explaya en cuentos como si fuera a ella a quien le preguntaron ¿cómo te ha ido?. Todos momentáneamente se quedan mirando a Yineska maravillados por sus cuentos, y telépáticamente comparten el pensamiento y la pregunta repetitiva de cómo llegó Yineska a la familia, si realmente ella no es familiar de nadie, y al unísono – telepáticamente – recuerdan que ella era la hija de la mejor amiga de Petronila, que vivía en Puerto Ordaz, y se vino a estudiar medicina en la UCV, y así comenzó a venir a las reuniones, desde hace 10 años, sin que realmente nadie sepa quién la invitó la primera vez. Se apareció, comenzó hablar y desde entonces no ha parado de hablar hasta el sol de hoy.
De repente todos se despabilan, se interrumpen, se atropellan, las conversaciones mutan, se separan, se vuelven a unir, se detienen de improviso cuando alguien dice “¿se enteraron?” y un “¿qué, qué, qué?” se desperdiga por la cocina buscando respuesta, ansioso e insaciable. Y entonces las miradas se clavan en el dueño del chisme, y un silencio detiene el tiempo en la cocina, mientra el chismoso canturrea una historia interminable, donde es difícil discernir cuál parte es la novedad, y cual parte es reiteración del chisme eterno, el monotema.
Uno de los exiliados de la sala se asoma a la cocina, y se atreve a preguntar con voz temblorosa “¿qué pasó?”, para salir corriendo con un “shhhhh!” general y al unísono.
El cuento sigue hasta que el primer bostezo aparece, y un “¿cuánto falta para la comida?” despierta a todos. Un “Ay se esperan, esto está crudo” hace que todos se miren entre sí como olvidándose de quién estaba hablando o cuál era el tema de conversación, dos o tres chistes contados en simultáneo explotan en el ambiente, con gritos y brazos enredados en ademanes indescifrables.
– Esto si está bueno – dice alguien, sin que nadie sepa si se refiere a la comida o a la reunión. Pero antes de que se descubra la respuesta, el otro comienza a disparar ideas locas y controversiales como si fueran gratis: “deberíamos hacer una reunión pero de las buenas, como las que hacíamos antes”.
– Verdad – dice la tía recien llegada – Deberíamos hacerla en la casa, tengo ese patio vacío y sin uso desde la pandemia. Voy a vender la casa, porque nadie va.
– Claro que no vale, vamos a reunirnos.
– Yo hago la parrilla.
– Yo llevo la ensalada de gallina que tanto les gusta – dice la sobrina que es la que más cocina.
– Pero le echas “petipoas” – interrumpe uno de los chamos – sin “petipoas” no sabe a nada.
– A bueno pero podemos invitar a mi cuñada que hace tiempo que no la ven.
– ¿No se había ido por el Darien?
– ¿Tú eres loca? Nada de eso, ella está ahi en Vista Alegre y nadie la saca para ninguna parte.
– Invitamos a los primos, y a tía Petronila.
– No, porque va a traer al vago ese.
– Chico, no seas así, él trabaja por su cuenta, no es un vago – clarifica la alcahueta del grupo que defiende a todos sean inocentes o no.
– Esa es mucha gente, yo no tengo manos para atender a ese gentío, vamos a tener que contratar mesoneros.
– ¿Y si llueve?
– Y un toldo por si llueve.
Y así siguen las ideas hasta que en silencio comienzan a sacar la cuenta de cuanto va a costar eso, y quién paga, y quién trae qué, y quíen recoge los reales, y yo no, y tu sí, pero al final nadie se hace responsable. Y como muchos otros planes de bodas y bautizos que comenzaron con una gala en el salon Venezuela del círculo militar, la cosa termina en la cocina de siempre, porque es que la cocina venezolana es como un terruño donde todos se sienten a gusto, y donde las incomodidades y los chismes no molestan sino que forman parte de la diversión.
– Nos vemos la próxima!