Ghost World es una película sobre dos chicas recien graduadas de secundaria que comienzan su patética vida burlándose de la patética gente que encuentran en su camino. Seymour es la víctima favorita, un perdedor que no ha tenido una cita en 4 años, y que pasa su patética vida coleccionando discos de vinil… de blues, ragtime, jazz… de bandas y músicos de comienzos de siglo. Patético. Pero más patético es perder el tiempo burlándose de él. Y más patético es ver todos estos payasos en su sinfonía de tristeza y pusilanimidad. Es tan, tan, tan, tan, tan patético que casi se toca con el otro extremo del universo, casi se convierte en su antítesis… en su antimateria… es como Seymour, tan patético que casi es como si fuera un ser superior. “Cool” como diría Enid. Es difícil de explicar, dice ella, es como el cuadro de un negro que parece un mono, riéndose como un idiota. Es grotescamente racista, pero al mismo tiempo es revelador, es honesto, es claro y directo y puro. No oculta su realidad y se muestra tal como es. Y repentinamente deja de ser racista, y se transforma en una obra reinvindicadora, en un monumento a la realidad. Y su risa ya no es la de un retrasado conformista, sino que es una risa de esperanza, de una alegría que desconocemos, es una risa que podríamos llegar a envidiar. En Ghost World, como en casi ninguna otra película lo sagrado y lo obsceno, lo sublime y lo chabacano se dan de la mano, y van juntos por la vida. Y entonces lo más bajo y desolador se convierte en algo inspirador. Así que seguiré viendo Ghost World descubriendo sus secretos más recónditos, y quizás consiga un mundo resplandeciente, en el otro lado del universo. Alguna vez.